Temporalmente cerrado

Casi enfrente del edificio en el que ahora trabajo (una casa, en realidad), hay un anciano que me mira desde el ventanal de su habitación, en un primer piso. Nos mira a todos los que pasamos por Amatlán, ya sea con dirección a Juan Escutia o hacia Fernando Montes de Oca. Da la impresión de que eso es lo único que hace durante, por lo menos, las ocho o nueve horas que mis compañeros y yo pasamos aquí. Al parecer, este señor se encuentra confinado a una silla de ruedas, y todos los días alguien lo coloca en ese lugar, para que mire a la calle. ¿Habrá notado ya que soy nuevo en la editorial?, ¿se dará cuenta de cuando alguien llega tarde a la oficina?, ¿reconocerá a los dueños? ¿Soñará con nosotros? Yo, anoche, estuve a punto de soñarlo. Antes de quedarme dormido, pensé mucho en su situación, y sentí tristeza. Por mí, naturalmente; nunca por él. Y mis sueños me llevaron al interior de una caverna en la que se alojaba una encantadora e imaginaria iglesia anglicana. El lugar, por fuera, lucía como el umbral de la cueva de Sedecías, esa que reposa a un lado de la puerta de Damasco, en Jerusalén, y a la que no pude entrar en febrero porque estaba temporalmente cerrada al público. Esta mañana, al percatarme otra vez del viejo y saludarlo con la mano en alto, entendí que el templo anglicano que visité anoche era un símbolo de este mismo edificio (una cueva, en realidad), y que el viejo no entrará nunca, sino hasta que nosotros nos abramos de nuevo al público. Hasta cuándo, me pregunto.