Le digo adiós a Amberes como la calle gay de nuestra colorida ciudad. O mejor dicho saludo a su espejo distorsionado, que es la arteria del Centro en donde antiguos cronistas creen que la Malinche pasó sus últimos años antes de morir supuestamente envenenada. Estoy hablando de República de Cuba, el primer camino empedrado de la Nueva España en el siglo xvii. Entre el Eje Central y Allende se planta desde quién sabe cuándo un éxitoso pasadizo fiestero en el que de noche todos somos como gatos y no necesariamente igual de pardos. Ni Regina ni Álvaro Obregón ni otros corredores nocturnos se equiparan con este hervidero de personas que cruzan de un bar a otro como si todavía viviéramos sin alcoholímetros ni horarios de estado panista. Me gusta evocarlo como un túnel entre el Centro barridito y la esperanzadora Garibaldi, en cuyas inmediaciones las horas corren como cervezas en after y en donde poco importa presentarse como homo, hetero, bi, trans o el conjunto de las anteriores. Es una zona de tregua. Recuerdo a Carlos Monsiváis no hace tanto en la barra de un Viena sin remodelar, sonriente y solitario como la mayoría de los parroquianos y conversando con el mesero súper bajito que varios de ustedes reconocerán. Es una cantina estupenda, a pesar de que la remozada la dejó como un Vips, con todo y la música que uno escucharía en un Vips. Yo prefiero el Oasis, a un lado. ¿Qué sería de la vida nocturna del DF sin su espectáculo de meseros panzones y cada vez más ñores los viernes a la medianoche o los globos con papelitos premiados? Poco ha cambiado este bar y salón de baile en sus casi 60 años de existencia. Mucha tejana y sombreros vaqueroides de un tiempo para acá, eso sí. Los que no le ven el chiste al Oasis –no lo necesita, advierto– suelen irse directo al Marrakech o a La Purísima de los afabilísimos Víctor y Juan Carlos para bailar lo mismo con La Casa Azul que con Lady Gaga, y pasar calorones. Más al Oriente se encuentran la cantina El Río de la Plata, asexual como la cerveza –es posible que aquí vendan la más barata del Centro Histórico– e igual de mexicana que la jotería heterosexual del diario, y La Perla con su show travesti de plástico y caguamas cuya ingesta desemboca en moretones y demás desvaríos mañaneros. Ya desde los siglos coloniales la calle de República de Cuba –que portó los nombres de Ballesteros y El Águila antes de que José Vasconcelos latinoamericanizara la nomenclatura del Centro– tenía fama de festiva. Aquí estuvieron las pulquerías que fray Juan de Zumárraga cerró en 1529 por orden de la reina de España. El motivo: la música y el baile afuera de los establecimientos. Claro que poco le duró el gusto a doña Juana I de Castilla. Pero en el xvii vuelven los correctivos: el virrey Mancera castiga a los borrachos de esta calle con cortes de cabello y hasta el destierro a Filipinas. Excelentes medidas para más de un visitante actual de República de Cuba, tengo que decirlo.
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