Nostalgia, vocación y cognac


Es raro sentir nostalgia por una ciudad, especialmente si uno ha estado ahí pocos días. En mi caso, sólo siete. Por otra parte, Jerusalén es un lugar bastante común para recibir y ofrecer inspiración. Me imagino que aun a los turistas les pasa. Entonces, si digo que extraño Jerusalén, algunos pensarán que se trata de una pose (y tendrán algo de razón, de otra forma no lo compartiría en un blog); pero quienes han estado en la capital de Israel, no necesariamente de manera literal, entenderán a qué se refiere este sentimiento. A pesar de que Jerusalén no se distingue por ser una ciudad cómoda, se trata de un sitio atractivo por definición. Me refiero a la ciudad vieja, la que está dentro de las murallas. Pensar en las calles que conectan el barrio judío con el armenio, por ejemplo, me pone sentimental. Recuerdo bien la sensación que me produjo entrar en la iglesia de Santiago, con los calcetines húmedos por la nieve, y la garganta seca por tantas horas de silencio. O cuando estuve en el templo de San Marcos, en la misma zona, en donde presencié una misa en arameo y conocí una pintura ejecutada por Lucas, el evangelista, así como el verdadero emplazamiento de la última cena. Pero, sobre todo, tengo presentes los pensamientos que me asaltaron durante aquella celebración siria: "Podría quedarme aquí toda la vida", "¿y si mi verdadera vocación fuera esta?", "una religión no me basta, yo necesito practicarlas todas", "el cristianismo es hermoso", "si un rito no fuera atractivo, este no sería real", etcétera. Después de eso me dirigí a una taberna, muy cerca de la puerta de Jaffa, para escribir sobre la intensidad de estas ideas y beber un par de copitas de cognac armenio. De regreso al hospicio, mi mano derecha y mis músculos faciales estaban tensos por tanto escribir, sentir tanto frío y emitir tantas risas en solitario. Por Bafomet, ¿cómo no voy a sentir nostalgia por eso?