Estas cosas sí pasan

Hace rato choqué con Arturo Anaya en la entrada del baño. Y yo ni en cuenta. Así que emití una disculpa fática, y nada más. Pero él sí me reconoció a mí. "¿Jorge?". Era una pregunta y también una exclamación. Volteé y me encontré con el Anaya de siempre, aunque con la cara más larga y vestido con un traje. Arturo fue mi mejor amigo durante la secundaria, cuando yo era católico y caótico; hace unos 14 años. Recuerdo que en 1995 formamos una 'empresa', de la cual obtuve mi primera ganancia en la vida: ¡un billetote de 50 pesos! Juntos buscábamos clientes entre los vecinos de Pulgas Pandas, en Aguascalientes, y les mandábamos a hacer contenedorcitos de basura con un balconero de la calle Larreategui. Él nunca le encontró sentido a estudiar, mucho menos a trabajar para otras personas. (Estoy hablando de Arturo, no del balconero.) Entonces, Julián y yo discutíamos con él sobre la universidad, el Opus Dei y los empleos bien pagados. Pero nunca lo convencimos de nada. En realidad, él era como el jefe de la pandilla. Y una vez le ayudamos a hacer una 'película', para la cual tuvimos que medio incendiar una casa en obra negra, también en Pulgas Pandas. Su camarita de video era algo menos que tierna, pero en aquel momento nos parecía súper profesional. Y los tres planeábamos vivir en Sacramento, California, cuando termináramos la secundaria. Abandonaríamos las casas de nuestros papás y la escuela, y trabajaríamos en cualquier sitio. Esquiaríamos en Lake Tahoe y tendríamos un montón de dulces en la sala. Todo esto era en serio, y yo odiaba que mi mamá se pusiera histérica cuando llegaba tarde a la casa, después de platicar por varias horas sobre nuestros planes, en el Sanborns de Torre Plaza Bosques. Una vez hasta nos compramos un casete de auto hipnosis, ahí mismo, el cual sería de gran utilidad para realizar nuestro proyecto de vida. Quién sabe por qué, pero al final nunca hicimos nada de eso. Bueno, él sí: una película de más de tres millones de dólares. Y justo por eso vino hoy a la editorial: para tener una junta de promoción en la que mi revista, según me adelantó, podría estar involucrada. Qué cosas. Y cuántos recuerdos. Ahora mismo, por ejemplo, pienso en nuestra aventura radiofónica de 1996, cuando le ayudábamos a Mónica Zárate a conducir un programa en el que yo me quedé, por cierto, hasta 2003. También me acuerdo bien de aquel viaje a Puerto Vallarta en donde nos robamos una lancha para meternos a mar abierto mientras sus papás y hermanos dormían. Qué ganas tengo de conversar con él sobre Sacramento y los empleos bien pagados. Estas cosas no pasan, ¿o sí?