Así se dirigió alguien a mí hoy. Nada más porque sí. Lejos de sentir el golpe de la ofensa –me pregunto dónde exactamente residirá lo nocivo de la intención, si en "falso" o en "judío"– este comentario despertó una reflexión que hace varios meses no había considerado. Luego de un año y pico en el difícil proceso de conversión al judaísmo, sistema que la Real Academia de la Lengua define como "profesión de la ley de Moisés", me siento cada vez más inspirado por las enseñanzas de la Torá y satisfecho con la comunidad masortí a la que pertenezco. Es muy raro que piense en lo que otras personas opinan al respecto, incluidas las que quiero. En este primer día de Tishrei vuelvo a ponderar las posturas de aquellos que no comprenden mi integración al pueblo de Israel. El rechazo ha mostrado varios rostros, mayormente los disimulados. Sobre el judaísmo (o el Estado de Israel, que para muchos es lo mismo) todo el mundo tiene una opinión, rara vez justa, ya no digamos favorable, que suele expresarse de modos ambiguos y mediante absolutismos. En este país existe una ignorancia preocupante que se ve aderezada por los viejos prejuicios de la Edad Media y el cinismo de la prensa –atacar a Israel genera más clicks que difundir las fechorías de Ahmadineyad. En suma me he topado con una actitud parecida a la de los homófobos: "No tengo nada contra ellos siempre y cuando no se metan conmigo". Si ser judío es difícil, convertirse al judaísmo lo es más. Pero es todavía más duro para el antisemita.
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