Mis nuevos jesucristos
Quiero cambiar de religión. O, mejor dicho, adoptar una. Fui educado según la usanza católica (sin darme mucha cuenta, como sucede con la mayoría), pero eso no significa que yo me considere un seguidor de Jesuscristo. Además, para el Vaticano soy algo menos que una oveja descarriada, de hecho excomulgada. Digamos que carezco de una religión, a pesar de no ser ateo. Durante mi niñez las imágenes de Jesucristo y las misas me producían bostezos, entonces lasallistas y numerarios se encargaron de transfigurarlos en indiferencia y hasta resentimiento. Luego, cuando salí de la universidad, comencé a interesarme por el judaísmo, el islam y dos que tres corrientes ideológicas comúnmente mal vistas. Al final he revalorado el catolicismo, gracias a Chesterton y a la espiritualidad ignaciana. Sin embargo, no me siento tan convencido. Confieso que también he tenido ganas de tomármelo todo a broma y hacerme ministro del Subgenius. ¿Qué hacer? ¿De verdad será sano vivir de acuerdo con lo que uno va intuyendo, y nada más? ¿Por qué en estos tiempos resultará tan fuera de lugar cumplir con un sistema moral y formar parte de una comunidad religiosa? ¿Dónde queda Dios? Cada vez que busco dentro de mí, termino sufriendo un accidente horrible con mi propia soberbia; cuando viajé a Israel, regresé aún más confundido; y hace poco en la sierra tarahumara confirmé que la soledad nomás no ayuda. Ha llegado el momento de buscar en los demás, aquí y ahora. He decidido que a partir de ahora todos ustedes son mis nuevos jesucristos (así, con j minúscula).
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