"Una tienda de animales, ¡eso es mucho más triste!"

Me pone melancólico pensar en la remota infancia de mi mamá (ayer me contó que durante su primer día de clases en Manresa le dio vergüenza admitir que ella era la única castellana de su salón, por lo que tuvo que chutarse todos los cursos en catalán, así aprendió a hablarlo, y luego el patué cuando vivió en la parte aragonesa de los Pirineos; qué historias), y en que un día me voy a morir (no quedará nada, ni mis dedos ni mis gestos ni los recuerdos de mi mamá, sólo una inerte esencia mineral producto de la descomposición), y en aquella tarde con nieve en la que me quedé encerrado en un museo del barrio judío de Jerusalén (mis gritos de auxilio súper inútiles, nadie me escuchaba, estaba más solo que nunca, y lo peor: por gusto propio), y en las espantosas madrugadas en Notmusa autorizando las pruebas de color de una revista babosa (en los tiempos muertos, muchos, veía mis episodios favoritos de Alejo y Valentina), y en la central de autobuses de Querétaro (ese nudo en la garganta, y el autobús que se alejaba, y el olor a baño, y la carretera tan soleada; vaya sensación intensa), y en este viernes-sábado-domingo tan gris (reseñando tiendas de animales en la oficina, solo y agotado, y escuchando a Kiev Cuando Nieva; qué grupazo). Pero evitaré escribir que no hay nada más triste que lo mío. "Con los perros dando vueltas en sus jaulas, y los gatos dando vueltas en sus jaulas; no hay nada más triste que una tienda de animales."