Sobre las marcas

A estas alturas, ya todos ustedes dominan que me encanta exhibirme y llamar la atención, ¿cierto? Mi blog, sin embargo, es sólo una pequeña prueba de lo anterior: quienes me conocen mejor saben que mi descaro es aun mayor de lo que parece a lo lejos. No crean que no me doy cuenta, y que no pienso en esto. Hace unas horas, mientras me bañaba, meditaba sobre mi constante afán de protagonismo. ¿Se tratará quizá de un profundo asunto de inseguridad?, ¿seré un acomplejado, y nada más? ¿O acaso puedo explicarlo a través de comprender la voluntad de poder de la que tanto escribió Nietzsche? Estas reflexiones me condujeron hacia otras relacionadas con las personas a las que les caigo mal. Está claro que muchos no soportan que yo sea un egocéntrico porque ellas mismas también lo son, o al menos desearían serlo. Ajá. Pero, ¿tendrá eso algo de malo? Claro que no: en realidad todos tenemos derecho a ser territoriales. Únicamente necesitamos aceptarlo. Conozco gente para la cual no es ningún problema pasar su vida bajo el resplandor del anonimato, pero también estamos los que pretendemos ser el origen de ese resplandor (por eso, cuando nos reconocemos como iguales, tendemos a competir). Somos nosotros los que dejamos las marcas en Atapuerca y Stephansdom; los hijos de Prometeo, los gatos jelicales. Y no es ningún secreto que desde antaño somos responsables del inequívoco balance que existe entre la erección y la conservación, la obra y la luz, y el cobre y el estaño. Yo, igual que varios visitantes de este blog, busco permanecer, y por eso me dedico a dejar marcas; pero al mismo tiempo entiendo que nadie ni nada es capaz de permanecer. Tal es la contradicción que distingue a los ígneos descendientes de aquel semi hombre que decidió no matar animales. Y yo feliz. ¡Muchas gracias!