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Acabo de escapar de un lugar en el que nadie sabe que el corazón es el rostro. Y, aunque todavía no me hacen nada, continúan vigilándome; percibo a uno de ellos –un anciano– en las escaleras de mi vecindad. En esa casa te engañan para que quieras llevarte sus cosas, creo que le ponen algo al café, tanto al disuelto como al que está en forma de granos por el suelo. Ahí tienen cautivas a muchas personas, pero nadie demuestra ningún interés en salir. La líder es una anciana delgada con la que fui hipócrita para caerle bien. Una vez tuve la oportunidad de regresar a mi cama, pero no la aproveché. De esa forma, logré ganarme su confianza y, de paso, pude conocer el origen de su poder. Ella misma me lo enseñó, a solas: se trataba de un fregadero que a los demás les resultaba hondísimo, pero que yo veía muy normalito. Le llamaban 'alma'. Entonces, decidí huir descendiendo por un pequeño elevador de servicio que parecía microondas. Un par de ocasiones regresé al sueño, pero sentí tanto miedo que no pude controlar nada. Todo parecía estar en orden, como en una sala de espera. Así que desperté, prendí todas las luces del departamento y me puse a escribir esto.