A hard day's lunch

Llegué al cajero y había una tarjeta de crédito adentro. "¿Desea realizar otra transacción?". Una tal Beatriz, que en estos momentos debe estar de muy mal humor, había olvidado retirarla. "No". Salí del cajero, tarjeta en mano, y grité su nombre para ver si la alcanzaba. Altavista e Insurgentes, ya se imaginarán. Una horda de oficinistas volteó a verme. Pero Beatriz no. Subí a la sucursal y me le acerqué a un ejecutivo. Lo que hizo fue destruir la tarjeta. "Oiga, pero mire, ahí dice que la Beatriz esa trabaja aquí atravesando la calle, en el Royal Holiday, vamos a buscarla y se la damos". No me peló. El volumen de mi voz se tornó aún más sonoro, todos voltearon a verme y al ver que no conseguiría nada ahí, salí echando humo. Regresé al cajero y le compré tiempo aire a mi Bobistar. Eso hace dos horas . Aún no tengo crédito. Llamé a servicio a clientes y el centroamericano que me "atendió" no pudo hacer nada. Por supuesto, me encendí. Todo esto en la fila del McDonalds de Plaza Inn, en el que, como siempre, había dos señoritas intentando atender a más de cincuenta personas, todas mirándome y escuchándome. Luego de 15 minutos formado y vociferando, llegó mi turno. "Su tarjeta de débito no pasa, señor". ¡Por Krishna, por Bafomet y por la Santísima Hostia! Volví al cajero, saqué dinero para comer (en otro sitio, claro) y me di cuenta de que me quedan dos peniques de saldo para el resto de la quincena. ¡No lo toleraré!

Pero eso no es todo: anoche ocurrió algo similar en esa cantinita acondesada llamada El Centenario ("no podemos cobrarle si consume menos de cien pesos". "¡pues no me cobre!") y más temprano, con la tipa de la inmobiliaria ("es que tenemos un montón de trabajo, luego vemos". "oiga, pero es que yo soy parte de ese montón de trabajo, ¡atiéndame!") y en la embajada española ("vuelva otro día, señor", "¡pero es que me dijeron que hoy mismo estaría mi pasaporte, yo tengo una vida, no puedo estar viniendo diario!"). ¿Por qué tiene uno que estar peleando con todo el mundo? ¿Será un castigo por no haber donado esa moneda de dos pesos a la tipa de la Cruz Roja que se subió esta mañana al micro? No cooperé porque me dio flojera sacar la moneda del bolsillo, la verdad. La pereza es un vicio que se paga caro, ahora lo sospecho. Terminé comiendo en Las delicias de la Chata, una fonda que está sobre Miguel Ángel de Quevedo, en donde se come muy rico y en la que suelo calmarme, ya que la Chata siempre está de buen humor y me saluda y todo. ¿Por qué no podemos ser todos como ella? ¿Donará ella a la Cruz Roja cada vez que se lo piden? ¿Qué hubiera hecho la Chata con la tarjeta de crédito de Beatriz? Cielos, ahora sé que debí haberle sacado todo el dinero para poder pagar todos los vodkas que puedan beberse mis amigos esta noche en el T Gallery. Quizá así, estaría yo de mejor humor. A saber.